lunes, 30 de junio de 2008

15º. BALAZO.

"Algunas veces vuelo y otras veces..." No seguiré la frase de Sabina, por no arrastrarme por el suelo, que creo que hoy no toca. Quiero hablar de lo que falta, de lo que todo el mundo debería tener y, de pronto, sin darse casi cuenta, ha pasado a pensar que no tiene. La vida, vaya, que da unas vueltas a veces innecesarias. "Algunas veces gano y otras veces..." Así está todo. Creo que hoy toca que sea una de ésas veces en las que vuelo. Se ve que no le sucede a todo el mundo y no termino de entender porqué, pero me encantaría que a todos los que yo quiero les sucedieran cosas buenas. Dice Carmelo Guillén que de amigos anda bien y le gusta hacerles coincidir, que se den entre ellos sus números: a mí también. Quiero que se aprecien, que sean amigos entre ellos sin que esté yo de por medio. Yo podría volverme un imbécil, Dios no lo quiera, y ellos seguir siendo grandísimas personas que no deberían perder el contacto. Ruego que llegados al punto de haberme vuelto medio estúpido alguno me avise, sino es mucho pedirle a la vida y a los amigos. Me ocurre como a Carmelo Guillén, que me gusta tener amigos, me gustan los que tengo y quiero que sean amigos. Luego ellos verán, pero yo pongo los medios.



"Algunas veces vivo y otras veces la vida se me va con lo que escribo", por seguir con Sabina. A veces es así, pongo todo lo que tengo aquí, en cada letra, en cada gota de tinta que nunca será imprimida.
Tengo palabras no dichas en la punta de la lengua. Pero voy a decirlas, no quiero que nadie las diga por mí. Creo que a veces el mensajero sí tiene que ver con el mensaje. A veces se debería matar al mensajero.
Al hilo diré que faltan ganas, que falta actitud; que faltan susurros de amor cuando se hace el silencio. Digo que la luna de Madrid sigue aquí cuando casi todos la abandonan al llegar el verano, cuando casi no se ve Orión. Digo vida, paz y cielo. Digo LIBERTAD. Digo que me falta un beso. Que me lo deben. Digo que tus ojos tienen fuerza, que tu nariz acentúa tu sonrisa. Digo playa y aún espero que suba la marea, mirando el agua, casi negra, en esa hora maldita en que la mañana raya el final del horizonte. Digo que espero que quieras verme. Digo silencio; y con esto espero siempre una respuesta. Digo que te queda bien el pelo y doy gracias a voces porque te cuidas cuando no puedo cuidarte yo. Digo que falta tu voz y no lo sabes; que aunque tú no lo sepas he blindado mi puerta y mi cama se queja fría cada noche. Digo que me canso, pero seguiré remando hasta que no pueda más, y no será por cansancio. Digo AMOR y sigo caminando.




Sandra Santana, en una curiosa consideración, escribió: “Entiéndeme, vivir es tan difícil, es un verbo tan frágil, tan inconstante... En cuanto le pones un dedo encima comienza a vibrar, a moverse, a perder su forma.” Se ve que vivir no se le hace difícil sólo a algunos. Se convierte en algo complicado por los deseos que no logramos, por las palabras que callamos, los besos que no damos. Lo malo es que hacer todo esto suele dejar mala imagen.
Me he hecho socio del aire ésta temporada. Creo que éste verano me dará qué hablar. En mi opinión, él me hará bien al volver a casa por las noches, calle abajo, respirando el olor a infinito recuerdo, a playas desiertas, a quince años y colegio, a canciones entre Cádiz y Donosti; y yo le dejaré que se lleve una sonrisa, que me amargue algún recuerdo, que me robe la fe. Seremos socios. Y dueños de la tormenta.

miércoles, 25 de junio de 2008

14º. BALAZO.

Me estoy acostumbrando a que el teléfono suene a eso de las dos de la mañana. Se conoce que existen horas en las que se necesita una voz. Esto no se si lo digo por los que llaman o por mí.



Hay días que son un cúmulo de cosas, semanas que se llenan de detalles, de frases completas. Son titulares en periódicos flacos de verano. Titulares de una vida una semana de Junio.
Como dice la canción, "esto no es Taxi Driver". Dios reparte suerte a las tres de la mañana en un bar casi a oscuras, entre cientos de hilos de nylon, cañas de pescar entre el calor de estos días. España pasa de cuartos. Se instala en el barrio una gaviota divorciada y yo ando saltándome un semáforo casi en sentido literal. No lo ven ni los santos ni la policía. Suerte, que dirán. Asaltan una joyería en Serrano. Quedan en el aire volutas de las cosas que quemamos en San Juan. Y deja de llover. Mañana amaneceré cansado, seguro.
Hay días que no hay nada que ver, pero ahí están.



El fin de semana pasado, en un atípico paseo matutino, vi a dos niños jugando con unas espadas de plástico en el parque que hay junto al quiosco. Recordé la feria de Cáceres. Me ocurre poco, pero a veces me acuerdo de mí siendo niño. La mayoría de ésas ocasiones me recuerdo en casa de mi abuela, en Cáceres, y quizás es por eso que el otro día me situé en su feria.
Recordé cuando, tras pasear por todos los puestos varias veces acompañado de un amigo, nos decidíamos a gastar nuestra pequeña paga en armamento de plástico. Normalmente rehuíamos las armas de fuego. Nos gustaba el cuerpo a cuerpo, el duelo noble. Luego, en casa, inventábamos grandes historias. Podría decirse que estoy mayor, que hace un tiempo yo fui un héroe, que salvé el mundo, que dirigí ejércitos, que enamoré princesas. Recuerdo batallas en las que incluso perdía. Pero siempre volvía al combate. Siempre listo. Nos gustaban los duelos por honor y las muertes de enamorados.
Aquellos dos niños del parque jugaban con las espadas, sonrientes, hasta que a uno de ellos se le fue la mano y su estocada fue a dar en la cara del otro niño. Se quedaron los dos en silencio, mirándose. Uno lamentaba terriblemente haber dado a su amigo y el otro, por su cara, quería venganza; golpear él también para hacer saber a su compañero lo que dolía aquella espada de plástico. Pero en lugar de eso, el agredido rompió a llorar, y su amigo le abrazó. Lo sentía de verdad.
Recordé entonces una vez que compramos mi amigo y yo unas pistolas de juguete que simulaban ser mosquetes en miniatura. Se cargaban con unos dardos rojos de plástico y disparaban con una potencia ridícula. Con nuestras nuevas armas decidimos hacer un duelo estilo "el conde de Montecristo". Nos situamos espalda con espalda y avanzamos diez pasos en sentidos opuestos. Luego, cuando los dos, contando en voz alta, llegamos al diez, dimos la vuelta y disparamos. Los dardos se quedaron a mitad de camino y nosotros nos miramos con bastante frustración. Es verdad que con las espadas a veces nos golpeábamos, pero ver como los dardos rojos caían al suelo como amapolas lanzadas al aire nos hizo comprender porqué no comprábamos ése tipo de armas. Así que volvimos a las espadas y a los abrazos compungidos. Y conquistamos tierra y mar a bordo de la imaginación. Y elegimos las cicatrices por encima de los dardos que nunca llegan.



Este año parecía que no, pero al final ha entrado con fuerza el verano. Repaso los años anteriores como si hubiera llegado la navidad esperando que éste año el verano traiga cosas conocidas y muchas por conocer. Por algún extraño motivo éste me parece tiempo de estrellas fugaces y, como he dicho antes, de titulares en periódicos flacos.
Mañana es para los dioses.

miércoles, 11 de junio de 2008

13º. BALAZO.

Releyendo con cuidado unos versos de Francisco Garzón Céspedes entiendo porqué actuamos como actuamos la mayoría. Dicen: "Uno mide el amor y lo desmide para tomarle el pulso y decidir". A veces, solo a veces, uno encuentra la medida. Después lo difícil es estar a la altura.



Hace unos días estuve en una comunión. Hacía tiempo que no asomaba el sol por Madrid y fue a salir justo ése día. Supongo que es de agradecer. La comunión es la última a la que creo que me queda por asistir por ése lado de la familia. No hay nadie con menos edad que mi prima.
Bien vestiditos, como si fuera día de boda, nos plantamos en una improvisada capilla al aire libre mi hermano y yo, tras las hileras de asientos reservados para familiares más cercanos que nosotros. Uno está acostumbrado a no escuchar al cura en éste tipo de eventos y entretenerse en otras cosas. El otro día entendí porqué. Suele ser un tostón plagado de chascarrillos que al susodicho le parecen grandes descubrimientos en el campo de la ironía. Así les va. Terminamos mi hermano y yo en la cafetería, tranquilos, esperando que acabara la función. Y luego al convite.
De los convites no hay mucho que reseñar. Uno va y espera al menos comer bien. Y quiera Dios que haya alguien con quien hablar. Alguien a quien no se le haya perdido el respeto tras un par de comidas familiares. Es sorprendente la poquita gente que cabe dentro de ése perfil.
Aquel día tenía a mi hermano, así que no me preocupaba en exceso el resto de la comitiva.
Pero hubo un cambio de planes. Resulta que la comunión acabó por convertirse en una reunión familiar allí donde Cristo dio las tres voces y muchos decidieron pasar la noche allí. Esto lo supimos antes del día de la comunión, pero en principio no había que quedarse a dormir. Luego, por circunstancias que son demasiado engorrosas de contar, mi hermano acabó por volver a casa y yo acabé quedándome allí a dormir.
Desconozco el perfil de todas las familias españolas, pero el de la mía no es el más sano seguro. Aunque también seguro que alguno puede presumir de tener uno peor.
Para no ser pesado, citaré solo a uno de los familiares. Un tipo en posesión permanente de la razón por real decreto, (o por uno que él ha debido inventar) y cuya idea de la amabilidad dista mucho de la realidad. Bueno, la de la amabilidad y la de muchas otras cualidades que no posee y que no me parece de recibo enumerar aquí.
Así que con un panorama desalentador me planté en aquel convite con la idea de aguatar día y noche.
Esto de la comunión me sirve para corroborar la teoría de que uno nunca sabe lo que se puede encontrar.
Grabada en la retina de la memoria tenía la imagen de una niña simpática con la que fui a comprar unas bolsas de patatas y ganchitos tras un bautizo. Eso fue hace nueve años. Tiempo suficiente para una comunión.
Las vueltas que da la vida, que suele decirse.
Tengo ahora la sensación de que aquello no fue una comunión, sino una reunión familiar algo extraña en la que encontré un cómplice. Creo que ésa es la palabra exacta. Cómplice.
Escribo esto unos días más tarde, con la sensación de que estaría bien volver a coincidir con ella. Quién sabe. Ahora me limito a sospechar. Y creo que eso también lo he aprendido.
A menudo pienso que la vida es cuestión de actitud. Pero no siempre. A veces depende totalmente de la casualidad. Una breve coincidencia me lleva a escribir éstas líneas, que van cargadas de ella, de ganas de verla de nuevo, de mirarme en sus ojos.
Refiriéndome a la noche que pasé en la comunión tengo que decir que me alegro de haberme quedado. Sólo ocurre algunas veces, pero en ocasiones uno está viviendo algo que sabe que es importante. Todo cambia alrededor y se transforma en algo propio. Da igual el lugar, el tiempo, la gente; importa solo el quién y el cómo. Y las dos cosas suelen volverse algo mágico. Digo suelen pero me refiero solo a momentos puntuales, porque lo cierto es que no suelen darse ése tipo de noches, de momentos.
Ahora me acuerdo de ella con cuidado, como si temiese aún estropear de alguna manera aquel momento, pero no puedo, ni quiero, dejar de pensarla.
Es una noche que agradeceré siempre. Aunque tengo un par de besos de despedida en la mejilla, grabados a fuego, marcando lo que espero que sea un hasta luego.



Quiero acabar éste balazo como ha empezado, con unos versos, aunque en esta ocasión son de Luís García Montero. Dicen: “Sospechan de nosotros. Ha pasado el primer autobús, y nos sorprende en el lugar del crimen, desatados los cuellos y las manos a punto de morir, abandonándose.”