domingo, 25 de enero de 2009

37º. BALAZO.

Hoy estoy reflexivo; un Balzac. O una línea, que siempre acaba dando lo mismo. No sé si ha sido un buen o un mal día, y es que llevo este enero desubicado, descentrado. A ver que queda después. Lo mismo me voy a París, o a cualquier otro sitio donde los versos de Cortázar puedan leerse en las fachadas de los edificios, de los tranvías, de los cafés.



Por algún desconocido motivo llevo un rato acordándome del verano de mil novecientos ausencia, de las canciones de extremoduro en el walkman, de las incontables historias de desamor. Recuerdo detalles de pequeñas historias dentro de mi vida, y de pronto todo se precipita hacia el presente y queda como difuminado, como si fuesen recuerdos de una vida que no es mía. Eso asusta, y no entiendo porqué me sucede. No quiero mirar al mar, porque acabaré echándole la culpa de todo, y tampoco es justo.



Trataré de no escucharme si vuelvo a cantar Septiembre, que no sepa ni yo que escribí aquella canción. Me falta un paracaídas, y podré saltar desde donde sea. Habrá que esperar, como para casi todo. La vida tiene estas cosas, que diría Chaouen, y ya no sirvo igual para una batalla que para toda una guerra. Tendrás que perdonarme, porque jamás llegaré a ser nadie.



Ayer fuimos a comprar flores. No plantas, flores. Unas de aquí y otras de allí. Solo flores. Es algo que por unas o por otras acabo haciendo dos o tres veces al año, no explicaré el motivo. El caso es que nos acercamos al vivero, compramos lo que queríamos y nos volvimos al coche. Yo iba de copiloto, y por no dejar las flores a su suerte en los asientos traseros terminé por ocuparme personalmente de su transporte, con lo que enseguida, al llevarlas encima, me invadió un profundo olor a primavera abierta, a infancia de jardín, a Dios de las azaleas. Debe haber un Dios para las azaleas. Es probable que sea el mismo que en verano se mete a titiritero ambulante.
Con los olores sucede que uno se transporta a un momento concreto de su pasado en un instante, y pasa unos segundos absorto en no se sabe muy bien qué, recordando con cariño ilusiones de otro tiempo.
Yo acabé en un pueblecito costero, sentado en un banquito de piedra, esperando que vinieran aquellos con quienes había quedado. Estaba allí solo, tranquilo. Fue un momento completo. Se me hizo raro que viniera ese instante justo a mi memoria, pero lo agradecí, porque me quitó responsabilidades de encima durante el tiempo que dura un suspiro y me dejó en la boca el sabor de las cosas buenas, como las tostadas por la mañana, el olor a natillas, o un helado de naranja mientras correteas por la piscina. Debe haber un Dios para todo esto. El Dios de las azaleas.



Sara siempre anda entre el amor y la guerra, entre el mar del sur y el asfalto rápido de Madrid. Tiene crédito con las olas, y con la arena. Lo malo es que el corazón es el único que no le fía, y viene a cobrar demasiadas veces. Benedetti le habría hecho un poema, seguro, pero no habría dicho nada. Luego habría soñado con ella, se hubiera ido enamorando de su fantasma, hasta buscarla en todos los cafés del mundo. Quizás hubiera podido encontrarla en Roma, pero allí no habría mirado. Justo allí no. Tiene la vida estas casualidades. Creo que eso es lo que la hace hermosa.

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