sábado, 12 de julio de 2008

17º. BALAZO.

En una biografía de Marilyn Monroe descubro con cierto aire de tristeza que el mito acabó por devorarla. Me queda la sensación de que no sabía ser ella misma. Que necesitaba que todo el mundo viese que era algo más que una rubia platino. No le bastaba con saber que era de otro modo, tenía que demostrárselo al mundo. Quizás por ahí se le fueron las noches sin dormir, los poemas y las cartas a un joven poeta de Rilke. Creo que tras la biografía he querido conocerla. Nunca me había llamado la atención, no me parecía más que una imagen. Pero de pronto he descubierto otra cara en ella. He concluido que mi querencia, es decir, ése pequeño afán por conocerla, es simple curiosidad. Me gustaría preguntarle por los demonios de Goya, saber el tipo de conversación que tenía con Milton, su amigo y fotógrafo, y terminar con la duda de si todo ése envés cultural era también juego de artificio, como la imagen, como el mito.



Me preguntó una amiga por la carta que me enviaron. No supe que contestar. Es una carta llena de años que parecen haberse ido muy lejos. Hay veces que algo se quiebra cuando todo parece estar bien. Supongo que eso fue lo que pasó; que de pronto había nombres que sabían a veneno, llamadas para limpiarnos el alma y la sonrisa. Supongo que se nos ensuciaron los pies de un conformismo insoportable. Así se agotó todo. Y cuando escucho su nombre viene a mí una sombra y me habita. Quedo por completo deshabitado de mí mismo. Es extraño. Por eso su carta paró el tiempo; porque no la esperaba. Ahora quisiera enfocar de otra manera los cuatrocientos quilómetros, pero me queda siempre que hablamos, que nos escribimos, la sensación de que callamos todo lo que deberíamos decir, para bien o para mal. Quizás la solución sería hablar de nada, olvidarnos de lo que no se dice. Disfrutar las palabras que si nos llegan. Así nos sonreiríamos con sinceridad el uno al otro. Me llegó una carta. Me detuvo.



Por casualidad encontré un libro de Julio Cortázar hace unos días y en un acto impulsivo lo compré. Ahora tengo nostalgia de Copenhague, de Viena, de París. Nostalgia de hoteles que no he visitado, de gente que no conozco.



Imagino una historia para dos amantes. Años cuarenta. Gabardinas largas, noche cerrada, el café Store en una calle neoyorquina, una mesa de madera gastada en una esquina del local. Ella fuma nerviosa y el humo del cigarrillo juguetea entre sus largos dedos antes de ascender. Él observa todo en silencio. Esperan el momento preciso. En cuanto rompa a llover, los dos saldrán del café a la carrera, doblarán la esquina, subirán al Dodge Luxury robado y pondrán el pie en el acelerador para no levantarlo nunca. Él, cansado de esperar, se pone en pie. Ella le mira asustada. Él la besa y luego se encamina hacia la puerta. Ella le devuelve el beso y se levanta, dispuesta a acompañarle. Una vez en el umbral de la puerta miran hacia ambos lados de la calle. Está todo demasiado oscuro. Podrían estar esperándoles. Tienen demasiado pasado pendiente, demasiadas cuentas abiertas. "No saldrá bien", piensa él. Ella se muerde el labio inferior, deja caer el cigarrillo al suelo y le toma de la mano. Él siente el apretón y de pronto su carga es más ligera. Y echan a correr. Llegan al coche, entran y arrancan. Espero que les vaya bien donde quiera que acaben instalándose.

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